Al final,
derrumbado el día,
recogemos la noche
con sus muertos y sus voces peregrinas.
Con sus estrellas caídas,
sus sueños rotos,
sus pasos idos.
Con la piel más vieja y seca.
Con la esperanza colgada en la ventana.
Con cien libros publicados o perdidos.
Todos perdidos con sus versos o con
sus voces cercenadas o heridas.
Con las alegrías fugaces, ésas que duran
menos de un latido y que se pierden
en el recuerdo de marchitas hojas que
se lleva el viento.
Con esos deseos en la carne: deseos que
duran poco en la noche profunda
y que se evaporan por las rendijas de los
cuartos y de las sábanas.
Queda poco del hombre en su reducido
intento de nombrar la eternidad.
De quebrar su infinita línea de felicidad,
y de volar con alas de cielo y de tierra.
De nada sirvió el obelisco que sembró
en su alma, si su voz es simplemente una
sencilla brizna entre la hierba.
De nada es la vanidad de la vida,
de nada la arrogancia,
y el orgullo de pasos sin nombres ni huellas.
Si al final,
polvo disperso con piel
en la tierra somos.
Rafael Deliso
23/03/2014
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