LA noche era de pino y la luz
se había ido de nuevo.
Era ya una costumbre que en aquel
caserío quitaran la luz día y noche.
Las velas encendidas en todas las casas
parecían cocuyos en esa montaña
y desde arriba el caserío era llamaradas
de luces que bailaban con el viento
en cada vivienda.
Maigualida tejía de espalda a Ernesto.
Había comenzado a tejer la orilla de una
toalla o paño para la cocina, ese tipo de
tela que sirve para cualquier uso en la
cocina.
Ella esa mañana se la había llevado a su
escuela para seguir el tejido pero nada
pudo hacer en vista de sus actividades
con sus alumnos en el aula.
De espalda a él, ella bebía su café instantáneo,
éste muchas veces le producía agrura, no
obstante, amaba tomar café.
En cambio, Ernesto gustaba del café colado en
colador, y clarito, endulzado con panela o papelón
como lo llamaban en su tierra.
Ambos amaban tomar café.
El arte de tejer en Maigualida lo había
aprendido de pequeña con su madre y con
tía Dora, quién pasaba muchas tardes con ella
enseñándole los puntos y esa costumbre y disciplina
se fue enraizándose en ella como un buen oficio para su
mente y corazón.
-Sabes amor, me gusta mucho bordar y tejer,
ahora casi no lo hago por falta de tiempo.
-¡Y ya no tengo mucha paciencia!
La voz de Maigualida resonó con cierta
fuerza en aquel largo pasillo de la casa,
y Ernesto leía y subrayaba un libro con un
lápiz los pasajes que más le llamaba la atención.
-Cariño vamos cerca del árbol de aguacate
a contemplar las estrellas.
Dijo Maigualida con voz apacible.
Ambos dejaron sus cosas que hacían y
de súbito se levantaron , yéndose lentamente
y tomados de la mano.
La noche se tragaba las estrellas fugaces que
bajaban como tiros de escopetas en la profundidad
del silencio nocturno.
Ernesto la amaba y era un hombre muy entregado
a ella.
-¡Maigua, vayamos a ver a los pavitos antes!.
Dijo Erenesto con una sonrisa bondadosa.
Los pavitos o chumpes eran dos: una hembra
y un macho.
La hembra anterior a ésta, fue muerta por el perro
cazador del vecino, muy diestro para cazar y matar
al tiro.
-¡Míralos qué lindos cómo duermen!.
La voz de Ernesto era melodiosa y dulce.
Allí debajo de los cocos, a un costado de la
casa dormían los dos muy cerquita.
Cinco árboles de aguacates habían y el preferido
de Maigualida estaba en el fondo de la casa,
pero de noche solía ir al que estaba de frente
al pasillo o corredor a contemplar la luna llena,
y ver cómo se desprendían los luceros en la
oscuridad de su casa, salvo de aquellas velas
que alumbraban el interior de su estancia,y que
producían un brillo en toda la habitación;
y ella, ensimismada y en brazos de su amado esposo,
veía y contemplaba las estrellas fugaces que caían
en la lontananza como infinitos gusanillos de luz.
Ella esa noche cerró sus ojos y pidió un deseo,
al ver caer una estrella hacia el occidente.
Sus ojos brillaban en la noche estrellada.
Al cerrar sus ojos sintió dormirse y se vio
flotando en un campo de rosas y claveles.
Tomaba de la mano a una niña de cabellos negros
y de negros ojos.
Al llegar la luz ambos estaban en la mesa.
El deseo lo había olvidado.
Y la alegría de la gente fue enorme al ver que
la luz había llegado.
Nueve meses después la casa se había llenado
de alegría.
La luz había venido y se había quedado en unos
negros ojos que encendían el corazón de
Maigualida.
Nunca más hubo oscuridad en aquella casa.
La luz de los ojos de Virginia habían llegado
para quedarse como lámparas en aquella casa,
de ese olvidado caserío de Zacapa.
Rafael Deliso
31/08/2016
LA LUZ DE VIRGINIA. by Rafael Deliso. is licensed under a Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional License.
Creado a partir de la obra en http://ubunturamade.blogspot.com/2016/08/la-luz-de-virginia.html.
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